Y me sorbe el tiempo desesperado. Tiempo de afección e incongruencia. Tan dichoso el destello de la cabeza que se arroja al arroyo.

Detesto la estupidez. Y me recluyo en la obsesión. Tiendo a valerme del desfase. Trato de sincronizar todavía algo de perspectiva ante unos codos amoratados que me restriegan.

Detesto la encandilada voz que canta. Por cada idiota que sabe hacerse de un timbre y un ritmo, una cabeza indispuesta se lanza lejos de la vertiente.

Sentir miradas es la peor afrenta para quien tambalea
Nadie escucha su propia voz, que es un rostro. Nadie escucha su propio acento, que es un lugar.
Pascal Quignard

Hoy no saldré, no me reconozco la voz. No creo. No puedo disponer de mi. Tengo la frente sumida. La cabeza flotando peligrosamente entre la desazón y los recuerdos erróneos. Cada instante torna hacia el espacio acolchonado del cautiverio. Quiero una mirada, no perderla. Sin duda todo terminará resbalando igual que tus brazos. Todo hiriendo cual la punta de tu lengua.

Y no tengo más que acobardarme. Y no tengo más que concentrar ese impulso certero y dejar que modere mi predicado. Con toda saña. Agreste todavía; difunto. Saber disponer de mis facultades en contra de la desidia. Todo vuelto duelo. Cada vez y cada repetición con toda saña pide perderme sí y a cada momento. Perderme la “dicha” de proyectar.

Quien, sondeándose incautamente, cae fuera de sí mismo, raras veces escapa a graves trastornos del lenguaje.





Giorgio Manganelli. En el cubo,


solo queda la prosa, el texto que duele y con cuyo dolor se disfruta, el texto que mata
Pierre Michon

En una ocasión encontré comentado en un texto que uno de los alicientes determinantes para la escritura era la depresión. Páginas adelante o atrás del comentario, se construía la imagen de una persona recostada en el suelo de un cuarto electrificado. Se consideraba que esa persona restringiría toda capacidad para abstenerse de tocar el suelo después de ya algunos intentos sin éxito, pues las descargas no cesarían. Al contrario de todo eso, se recostaría y expondría una parte completamente mayor de su cuerpo.
       En atención a esta sentencia, pienso en Sebald, viajero, en derredor de los anillos de Saturno. En Michon y el cuerpo etéreo y el cuerpo andrajo del rey. En la psicosis paranoide de K. Dick. En la destreza incongruente de Canetti. En la sonata de los espectros y Swedenborg dirigiéndole los experimentos a Strindberg, refugiado y altanero. En la vocación literaria. En ese sentimiento de no presencia, de no pertenencia, de imposible participación fuera de la lengua. En ese quedar atrapado, incapacitado para declarar el malestar sin arrojarse de lleno a la descarga.
Profeso cierta simpatía por las letras. Mi cuerpo deteriorado es muestra de mi decisión a permanecer rodeado por ellas. Sus soportes son varios, desde la hoja suelta y casi irreproducible hasta el formato electrónico que les da tanta movilidad. Mi colección es tan variada como endeble. Al tenerles dispuestas en formato, puedo o no acercarme a las que creo necesarias. Nunca por error. No es demasiado común encontrar aquellas que se dedican a sí mismas sin casi motivación carnal. Ellas son mis predilectas. Les acompaño hasta la barrancada y ahí tienen control total sobre mi. Algunas cuantas han querido ayudarme a caer. De todas ellas, ninguna es molesta.
     Son las palabras de fuera las únicas que no soporto. Esas impertinentes que se sonrojan por el hecho de provenir directamente de una garganta. Me molestan las palabras que reclaman atención, que se abren paso hasta los oídos.

El oficio de permanecer acostado (como quien se siente acosado por una moledora sonrisa).

Una mano que imbrica códigos y sueña con un sentido, su sentido, y le plasma glorioso frente a sí. Mano sucia y flácida, inestable. Capaz de concentrar también, en su desparpajo, aquellos trazos que le escurren mientras, huraña, intenta cotejar la fuerza, esa fuerza, en palabras: código y honor que hereda a unos ojos incrédulos. Recurriendo sí, por qué no, a la ortografía, encerrándose en pocilgas húmedas donde ya las esporas le susurran un detalle en los labios, un proceder en la narración. Nadie que le crea cuerda se atrevería a tomarla y acompañarle dos pasos. Ella ha decidido y coopera consigo para no dejarse entregar. Nunca nadie creerá en ella justamente por el lugar que ha escogido como refugio, recostada a buena estima sobre un colchón pringoso cubierto con sabanas rojas llenas de anónimas manchas.